Vino el Maestro y dijo: No sois dignos de mí.

Estáis sedientos todos de sangre. Un odio insano

os devora y corroe que, al levantar la mano,

esgrimís el puñal con saña y frenesí.

Habéis roto las viejas tablas del Sinaí.

Se os marchitó la flor. Sólo os quedó el gusano.

Y renunciáis al cielo y preferís lo vano,

la ceniza y el polvo, lo insulso y baladí.

Después de veinte siglos he vuelto y ¿cómo os hallo?

Llenos de hiel y lodo, ciegos y sordos, llenos

de las llagas que causan los males del serrallo.

Calló el Maestro y luego abatió la cabeza

y se fue por los blancos desiertos nazarenos

con los ojos colmados de infinita tristeza.

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