Yo soy, después del aroma y el esqueleto del piano,
el único que sobrevive a las ruinas del crepúsculo.
Lentos bueyes, florido el testuz de rosas, vuelven,
noblemente faraónicos, hacia los sombríos establos.
¡Comienzan a horadar la tarde las campanas del templo!
Cuerpos de niñas –rosas dentro de gasas ígneas-
pasan, en silencio, por las avenidas de mi recuerdo.
No un vaso de vino, sino uvas de ámbar, perfumadas, plenas,
-dulces esmeraldas rotas- estrujad en mis labios: vuestros besos.
Un ángel, desde el fondo brumoso de la Biblia, viene,
yerra por los desiertos, entra en las ciudades, y desespera
viendo que los pontífices han arruinado la religión.
La blasfemia, a veces, aguarda, como un león sagrado,
a la entrada de mi puerta. Dentro hay un culto extraño.
Corro, como Pan tras de las ninfas desnudas,
cuando agonizan, en el ocaso, los blandos fuegos del día.
Ya, dentro del piano –bestia sublime- agoniza la tormenta.
Alzate, tú, el poseedor de la hostia verbal, álzate en holocausto.
Sólo el reino de la Palabra es el único y verdadero.
¿Unidad? Línea y nivel preferido por los mediocres.
El agua, mientras corre, enseña -sabia y luminosa-
la cantidad de poesía por aprender sobre la tierra.
Yo también, al disponer de esta hermosa facultad
de arrancar sinrazones a la cordura, me siento un dios.
Reemplazadme, pájaros, ríos, fuentes, rumor, lluvia,
mientras, recogidos ya mis papeles, callo y aguardo.

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