Estoy triste. Y esta tristeza es congénita a mi vida.
De haber sido vegetal, hoy sería un ciprés o un sauce.
Amo a los sauces de un modo extraño. Dentro, en mi alma,
hay un oscuro paisaje de sauces meditativos.
De haber sido mineral, hoy sería un lago vasto y sombrío.
A veces me convenzo de que soy nada más que un lago.
Mi corazón, lleno de estrellas, está rodeado de montañas.
Los versos que me nacen se alzan como vientos lúgubres.
Yo no os hablaré de activas y locas vegetaciones.
Yo no os hablaré de los crepúsculos de las zonas tórridas.
En mí hallaréis tan solo árboles espectrales y taciturnos.
En mí hallaréis tan solo lagos grises y profundos.
Si subís por mis montañas, encontraréis en mis flancos
rebaños de cactáceas entre riscos y precipicios.
¿Qué queréis que sea con mi tristeza milenaria?
Alma aborigen es la que palpita entre los muros de mi carne.
Amo paradojalmente la música de Robles y Balakirev.
Hay, entre las palabras que digo, aullidos de lobos
o zarpazos que denuncian en mí un águila sagrada.
Y no sé por qué extraña vivencia me siento tótem.
Hay en mis nervios fibras de cóndores y gatos monteses.
Cuando de pronto me encuentro en las altas cordilleras,
me estremezco religiosamente al ver volar un cóndor.
En mis hombro, en el sitio de las alas, siento un raro escozor.
Y me sé salvaje y respiro el fuego de los rayos.
¿Qué esperábais escuchar de labios de un tótem fantasma?

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