Para que tú me leas, mujer, escribo este libro.
Escribo este libro no importándome tu pudor ni el mío.
Sé decir las cosas a mi modo, un modo rudo y salvaje.
No es por inmoral que yo toque la flor de tus senos.
Es por amar hasta la locura y hasta el crimen,
la belleza que hay en ellos. ¡No importa que me maldigan!
¿El Cielo? Su belleza infinita sólo sirve para mis ojos.
¿La Tierra? Su belleza limitada sólo sirve para mis ojos.
Tú sirves para mis ojos y mi tacto y mi gusto
y mi oído y mi olfato. Tú eres total. Tú eres única.
Yo, en tus labios, no beso sino estrujo viñedos y rosas.
Yo, en tus muslos y tu carne toda, toco y siento el misterio,
respiro el misterio, escucho el misterio… desnudo el misterio.
Quiero para ti, a un solo tiempo, un libro bello y perverso,
un libro en el que, buscando la miel y las rosas,
te espines las manos y lances terribles gemidos.
Tengo mucho de maldad. Soy malo. Ya lo creo.
Mi ternura duerme adentro como la perla en los océanos.
Y así, con esta pasión enferma, con estos bajos instintos,
noche a noche, bebiendo café y devorando cigarros,
forjo este libro doliente y oscuro para que tú lo leas.
A veces, cuando, ya escritas las líneas, releo las páginas,
o quemo los papeles o los arrojo dentro del cesto.
Sí, es entonces que se apodera de mí una tristeza bárbara;
porque, al incinerar impíamente todos mis versos,
sé que te destruyo, que me destruyo, que nos destruímos.
Y salvo, apiado de mí, porque me apiado de ti,
estas cosas absurdas, estos tontos devaneos.
Escribo, apunto, borro y corrijo. Amo el arte verbal.
En cada palabra pongo algo de ti, quizás nada.
Tal vez el que tú estés en mis versos dé, a quien me leyere,
la sensación de una mujer ahorcada en un patíbulo,
cuando, en realidad, yo pienso y quiero únicamente
que estas páginas sean un templo para tu belleza.