Sombras venerables rondan mis noches de escritor.
A ellas, cuando el dolor me roe, acudo y les interrogo.
La de Túpac Amaru, rodeada de rostros de verdugos,
me dice que su sangre fue el aceite sagrado
que alimentó el fuego votivo de la libertad.
La de Bolívar, con sus séquitos de rayos y leones,
me dice que su espada se enmohece en el infierno;
que hay de nuevo, a lo largo de toda Sudamérica,
hipogrifos y cancerberos oprimiendo repúblicas.
La de Castilla, rompiendo tronos y quebrando patíbulos,
me dice que el sacrilegio se entronizó ante las tablas de la ley
y que del perjurio han hecho su altar los falsos apóstoles.
¡Oh interminables noches de mi ser febril y alucinado!
La de Piérola, alzándose entre fantasmas de guerrilleros,
me dice que el latrocinio se erigió en pontífice.
La de González Prada, precedida de un rumor de denuestos
y haciendo retroceder al ofidio verbal de canallas y pícaros,
me dice con su voz – cólera orquestada de vientos y rayos –
que el verbo tiene sexo y es varón y huele a pólvora.
¡Oh noches en que celebro culto a la diosa palabra!
La de Mariátegui, sobre un sillón que es trono de mando,
viene con el índice puesto en el quinto punto del decálogo
y me dice que el milagro de la multiplicación del pan
no ha llegado aún al Perú por obra y gracia de los ricos.
La de Vallejo, horadado el pecho por la lanza del odio
y, sin embargo, surtiendo chorros de luz humanísima,
me dice que en el Perú no es blanco el color de la honra,
que es utópica la probidad y que la recta no existe…
¡Oh noches de extraño y puro ritual! ¡Noches hondas!
Los siente apóstoles, graves y solemnes, asisten a mi holocausto.
De ellos heredé este gran amor por la libertad.
De ellos heredé las inexhaustas viñas de la palabra.
De ellos heredé la vocación del lirio y de la nube.
¡Ante ellos arde mi corazón como una lámpara!