Señor, no me arrepiento, Tengo necesidad
de hacer lo que prohíbes, de adorar el pecado,
de coronar mi frente con las rosas del juego,
de estrujar en mi boca las palabras más raras,
de arrojarme desnudo sobre rosa y lirios,
de encender luces pérfidas en las noches de mi alma,
de hundir mi carne lúbrica en otras carnes vírgenes,
de entorpecer mi sed con rojeces de vinos,
de labios, de tomentos, de ansias indescifrables;
en fin, Señor, de cada hora que pasa, cada día,
tengo más fiebre adentro, más ardor en la sangre,
y amo todas las cosas con suprema locura:
amo el alba que enciende mi pasión por la vida,
amo el cielo y el mar que me invitan al viaje,
los caminos que se abren temblando de misterio,
las noches consteladas, las nubes vagabundas,
el silencio, la sombra, la infinita grandeza
del amor y del mal, del vértigo profundo,
del repetir la copa llameante del pecado…
Señor, tengo mi pecho cuajado de serpientes;
no sé qué inmensidades hierven bajo mis sienes.
Hay en el mal un fondo de verdades satánicas.
Me arrastran mis pasiones… No soy sino un esclavo
de las bestias ocultas que dominan mi sangre.
Tan honda es mi tristeza que busco la alegría,
tan hondo mi dolor que busco anonadarme…
Tanta es mi soledad, mi soledad sin nombre
que busco la mujer para arrojarla luego.
Señor, ¿qué larvas roen mi corazón oscuro?
¿qué mar el que se agita, qué mar dentro de mí?