Una noche dormido me quedé entre las rocas
y soñé que era un Inka… ¡me sentí soberano!
Y tuve mil visiones fantásticas y locas…
Un gran cetro de oro sostenía en mi mano.

Severos huillacumas, taciturnos amautas,
ñustas de cuerpo grácil, ancianas mamaconas,
jóvenes arahuicos con pututos y flautas…
todos, todos rodeábanme con varas y coronas.

¡Qué boato! ¡Qué derroche! ¡Qué fasto! ¡Qué esplendor!
La ciudad emergía granítica y severa.
Idolos de oro y plata había en mi redor.
Yo descansaba encima de espléndida litera.

El Korikancha hervía de crespa muchedumbre.
¡Salutaciones! ¡Vítores! … Era un mar desbordado.
Parecía que el Padre Sol volcara su lumbre
más radiante que nunca sobre el valle sagrado.

Eran del Inti Raymi las fiestas patronales.
Desfilaban los príncipes y los embajadores.
Y en medio de insinuantes danzas ceremoniales
las acllas desfilaban desparramando flores.

Aromas de resinas, exóticos ungüentos,
el ambiente asfixiaban … Todas las dinastías
y castas imperiales lucían ornamentos,
insignias y vestuarios de rara oleografía.

Los yungas y arahuavos, los pokras y mochicas:
altiva la mirada y desafiante el porte,
juramentando alzaban sus mazas y sus picas
ante el asombro mudo de la incásica corte.

Perfiles insolentes de bélicos aymaras,
chachapoyas de rostros pintados con achiote,
chicamas, tiahuanacos, chavines … cuyas caras
significaban ira, rencor, crueldad, azote…

Sonaban cavernarios los roncos caracoles,
respondían los ecos…El huáncar y el tambor,
perdidos entre mantos de intensos arreboles,
jadeaban como pumas… Todo era atronador.

Llegaban los tributos: llamas, alpacas, joyas,
tótemes de oro y plata, cóndores vivos, fardos
funéreos de curacas, atrás dolientes koyas
y esclavos de la selva en pieles de leopardos.

Y para la Acllahuasi, dinásticas imillas,
los brazos aureolados de ricos brazaletes,
los párpados verdosos, rosadas las mejillas,
despidiendo el sahumerio de sus áureos pebetes.

Sobre las puras frentes y oscuras cabelleras,
competían el kantu, la mulla y la achancara.
Batíanse en sus bustos las púdicas esferas
y había en sus andares insinuaciones raras…

Era una profusión furiosa de matices.
Henchíanse las plazas y estallaban las calles.
Auquillos, orejones, pallas, emperatrices…
Un colapso de chinchas, antis, punas y valles…

Mazorcas de maíces de brillos vesperales,
mashuas, ollucos, ocas, flores de chinchercoma,
vasos sagrados, cántaros, mantos ceremoniales,
efigies de serpientes, de halcones y palomas…

Paracas imponía refinada sapiencia;
Chavín, fuerza diabólica; Xauxa, bárbaro orgullo;
Chimú, delicadeza: Tiahuanaco, violencia…
Toda la idiosincrasia del Gran Tahuantisuyo.

Tal era la grandeza de mi pasado ancestro.
Pasaban y pasaban los altos generales.
Brillaba en sus pupilas cierto fulgor siniestro:
o era grandes leones o águilas imperiales.

Al terminar la oceánica marcha protocolaria,
reinó un momento el silencio más grave.
Luego el Gran Huillacuma desplegó una plegaria
y al cielo alzó los brazos fingiendo ser un ave…

Un vocerío sordo recorrió la ancha plaza.
El sol, en ese instante, rasgó todo su brillo.
Y de pronto se vieron, en la feral terraza,
en el suelo una alpaca y en el aire un cuchillo.

Era el ritual sagrado. Se leía el oráculo.
Otra vez un silencio sepulcral… El semblante
se iluminó del bonzo; alzó el brazo y el báculo
y prorrumpió el gentío un grito taladrante.

«Hayllina Viracocha! ¡Haullina Pachacama!
Es por nosotros, hijos del polvo y la ceniza,
que el Inka, nuestro padre, os impetra y reclama…
Sed magnánimo y dadnos vuestra eterna sonrisa.

El júbilo encendióse en quenas y pututos.
Las voces acordaron un haylli majestuoso.
Las pallas insinuantes de cuerpos impolutos
empezaron el ritmo del baile religioso.

Yo en éxtasis miraba la evolución armónica.
Saboreaba en secreto las mieles de la gloria.
No había visto tanta suntuosidad faraónica.
Jamás supe de veras cuán grande era mi historia.

Y recordé a los próceres: a Manco el ilusorio,
al sabio Pachacútec, a Yupanqui el soberbio,
y a toda la prosapia que hizo del territorio
un país lleno de temple, de músculo y de nervio…

Y al contemplar la Santa Ciudad, sentí en el pecho
golpear, cual rayo ardiente, la emoción del orgullo.
La ciudad megalítica tenía como lecho
el oro y la esmeralda del Gran Tahuantisuyo.

Desvanecióse todo y desperté del sueño.
Me envolvió la tristeza y sentí desencanto.
En medio de la noche me supe el más pequeño
y arrasaron mis ojos los ardores del llanto.

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