Título: GRANO DE CAFE
Autor: ADRIANO PATRICIO ALBINEZ ENCINA – Seudónimo: Simone Albéniz.

Adriano Albinez tiene 18 años, estudiante de Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Se ha dedicado a la producción de narrativa y escritura de poemas cortos. Acostumbra leer cuento y novelas cortas, siendo sus autores habituales Julio Ramón Ribeyro, Juan Rulfo, García Márquez y Akutawaga.

GRANO DE CAFE
Creo que mi madre se ha vuelto loca. Yo me lo veía venir, siempre fue una mujer fuerte, ser el sostén de nuestra familia, tarde o temprano le pasaría factura. Sin embargo, quizás, es demasiado pronto. Cincuenta años me parecen, siendo la mitad de cien, muy poco. Aunque, tal vez lo sucedido es, en parte culpa mía. Mi hermano se graduó de la universidad y se fue a vivir al norte, y me encargó que cuidara de mamá. Espero que no lea este escrito y se entere que no lo he cumplido, le pido disculpas en todo caso. He estado demasiado concentrado en nada, tanto que abandoné a mi madre y su mascota a un sino desconocido. Tras contar esto se descubren mis verdaderas intenciones con estas páginas: confesarme.
Retomando la locura de mi madre, me parece que todo ha sucedido porque la hámster, que le hacía compañía, se murió. Pero volvamos mucho más atrás. Cuando llegó a nuestra casa venía acompañada de tres hermanas de su misma camada, mi madre las trajo como una sorpresa para nosotros. No teníamos espacio para un perro, por lo tanto, siempre nos habíamos conformado con la compañía de pequeños animales. Dos de las hermanas tenían el pelaje de color marrón y solo una tendría nombre, Moca, como el café. Las otras dos restantes eran de color blanco, con enormes orejas y unos ojos rojos que parecían sangre fresca en contraposición de su pelaje. A una le puse «Pepinillo» como nombre y a otra «Camote», detesto esforzarme en los apodos. Fueron bien recibidas, mimadas con una gran casa de plástico, una rueda para ejercitarse, juguetes de madera para morder, yo les molía las semillas en su primer mes.
No pasaría mucho (¿dos meses o uno?) para que la primera, una blanca, enfermase y muriera (¿o se perdió y la mató el hambre?). No recuerdo nada de la segunda en morir, la que no tenía nombre, por ello debe ser que su desaparición hasta ahora me parece un misterio que ni me molesto en averiguar. La tercera sería «Pepinillo», a quién mi madre apodó «Copo de nieve» tras oír mi propuesta de nombre. La muerte de Copo de nieve considero fue la más trágica. Su ojo derecho se había infectado por (supongo) una mordida de su hermana, esto causó que perdiera la función de la vista de ese órgano. No se movía demasiado, le costaba ubicar su comida y bebedero, mamá la miraría con una lástima infinitamente compasiva. El trágico final nos sorprendió un día que pensamos ella había regresado a la sanidad. Recuerdo que me sentí tan lleno de ira, no sabía con quién desquitarme, si con la hermana que la hirió o con el veterinario inútil. Incluso pensé en darle un final al hámster restante aplastándola con mis manos, pero mi crueldad e impotencia no bastaron. Me alegro. La última de las hermanas se convertiría en la que mi madre llamó «la consentida de la casa». Era la más pequeña cuando llegó, esperábamos que fuera la primera en morir, pero engordó notablemente y obtuvo un tamaño considerable a pesar de ser una hámster rusa. Casi parecía una pelota de tenis, su pelaje tan crespo le daba esa esférica forma. Parecía un café con leche, una franja blanca le recorría el lomo, desde la mollera hasta la diminuta cola. A veces cuando mordía a mi madre, porque mordía a cualquiera que la tocara en casa o la manoseara mal, ella le acariciaba el pelo con el dedo sangrante y le dejaba un rocío de glóbulos rojos sobre la franja de leche. Mi madre la miraba fijamente al mancharla y dejarla apestando a su ser. Le gritaba, le regañaba por no sanarse el dedo y tocar a un animal tan sucio, ella solo se reía por lo bajo y no me dirigía los ojos. Cuando la devolvía a su casa, después de cada paseo por los muebles, la sostenía con el índice (a veces el corazón) y el pulgar en los costados de la panza y la levantaba para verle la barriga blanca al animal. Esta solamente giraba las patas de lado a lado y forzaba los dedos de mi madre para soltarse, incluso si era a más de un metro de altura.
Llegó un día en donde se hartó de su casa de plástico y decidió fugarse de esta. Sabíamos que tarde o temprano pasaría, y yo tomaba las precauciones para evitarlo, pero mi madre quitaba las trabas y la dejaba huir. Al principio la reñí por insensata, pero perdí cuidado del animal, me cansé de preocuparme. Moca demostraría un instinto de supervivencia que creí los roedores domésticos no tenían, mi hermano nos advirtió que temiéramos de ella, que se iba a apoderar de la casa. Sucedió algo similar.
Mi madre dejaba comida en su casa de plástico, llenaba su bebedero a menudo, y al ver que los contenedores se vaciaban podíamos comprobar la permanencia del animal, a quien en sus primeras semanas de libertad solo podíamos oír por las noches, con oído atento para sentir sus garras raspando el suelo de mayólica. Mi madre comenzaría a desvelarse para poder cumplir sus responsabilidades como profesora, por las mañanas nos contaba como la niña (así le llamaba ella y nos acostumbramos a tratarla como un igual) se acercaba para «saludarla» a medianoche. A rasparle los pies de piel endurecida, hecha escamas, a morderle en los dedos. Mi madre buscaría la compañía del animal, en ocasiones más lejos de lo que ella hubiera esperado o deseado, como cuando este se levantaba a saludarla por las mañanas mientras se maquillaba, como siempre arañándole los dedos de los pies, posados sobre las mordidas sandalias. En ocasiones, raras pero asombrosas, mi madre sería despertada por la presencia de la hámster en su cama, más específico sobre su cara. Suponemos que los paseos nocturnos del animal desembocaron en el cubrecama a medio caer de mi madre y fue una oportunidad que la niña ampliara su exploración a mi madre. Teoricé que Moca frecuentaba su habitación porque ahí tenía una madriguera (así le decíamos a la acumulación de comida y tecnopor que el animal guardaba), tras la cómoda de mi madre, la cual nunca pudimos limpiar. Nos enteramos de esas madrigueras por otros escondites suyos como la repisa abandonada del tragaluz, o atrás de mi zapatero, donde encontramos una acumulación amorfa de múltiples comidas, concisas gracias a la baba del animal. Ya nos había advertido mi hermano.
Después de un viaje, dejamos al animal a su suerte con comida desparramada en el suelo y su bebedero completamente lleno. Mi madre fue la primera en notar su ausencia, pues éste ya no se paseaba por los muebles a la medianoche, o le mordía cada crepúsculo como señal de la defensa de sus territorios. Al hurgar entre las cajas del tragaluz donde se encontraba su casa de plástico, encontró el cadáver de su mascota, encogida, aguantando sin esperanzas por la muerte. Nuestra autopsia de basó en especulaciones, madre concluyó en que al meterse entre las cajas había tumbado algo que bloqueó su ruta de escape. No me acabó de convencer, supuse que pudo entrar, pero no salir debido a su tamaño.
Desde el descubrimiento del cadáver y enterramiento en la maceta con la planta favorita de mi madre, ella me ha dicho que aún la puede oír por las noches, como rasga las puertas y corre en su rueda, que todavía le muerde las sandalias y que, de vez en cuando, con el rabillo del ojo, la ve pasar debajo de los muebles o entre los cuartos, con esa velocidad fugaz que tenía el diminuto animal. Incluso me dijo que dejó algo de maíz en la sala, donde siempre la dejaba para que su mascota coma, y al atardecer ya no estaba. No tuve corazón para decirle que yo lo había barrido y tirado a la basura. Lo admito, he sido cómplice de la demencia de mi madre, no he sido capaz de decirle al oído que es un juego de su imaginación, y hasta le he seguido la corriente o le he mentido al callar la verdad. Dejaré mi escrito hasta aquí, creo que mi madre se ha vuelto a subir al techo.

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