(A José Patiño Ponce)
Verde revuelo del maizal, vaivén
de fuego de esmeralda, fresco incendio
primaveral. Son flores musicales
los gorriones de los que algunos cantan
y otros espulgan. Canta la mañana.
Por el lindero de flamantes tréboles
avanza la majada:
belfos humeantes, cuernos insolentes
embistiendo montañas y horizontes.
Ahora es de oro dulce la mañana
Los tallos del maguey decorativos
como manojos de serpientes rítmicas
manan su cabellera de pistilos.
Un rebaño de nubes se aproxima.
Corderas de albo aprisco son las nubes
de ubres repletas de aromada leche.
En la waylla florecen las retamas
y flores la pastora enamorada
recoge y su sombrero adorna de ellas.
Fuerte y robusta, pasña de sabrosa
virginidad y tempestuosos pechos.
Camina y son sus pies sobre la champa
ágiles tortolitas, y prendado
el viento glotonea y clava el beso
oliente a romeral y hierbabuena
de la pastora en el desnudo cuello.
«Pillpintuy» a la mariposa llama
y aquella mariposa intenta caer
en las obscuras flores de sus ojos,
las flores tenebrosas de sus ojos
en donde tiembla un néctar venenoso.
Más distante se escucha que desgrana
un pífano las voluptuosas notas
de un wayno. Es un pastor el que ejecuta.
Ya baja en la ladera la majada
inundando el bohío de húmedos mugidos.
Dos toros jóvenes escarban tierra,
chocan los cuernos, espumosos belfos
y lenguas de granada.
El polvo levantado es a manera
de un pollerón de fuego, semejante
a una furiosa ráfaga de incendio.
Atrás grita el gañán, responde el eco
menea la waraka, salta a plomo
de la mansa borrica que cabalga.
En una cerca ha hecho laguna el agua
de regadío. Se reflejan árboles
esbeltos y de frondas rumorantes.
A las orillas, los follajes frescos
embalsaman de hálitos rurales
el viento. Vuelan hacia allí zorzales,
frailescos bulliciosos y gaviotas.
Erguidos eucaliptos traen al hombro
canastos de palomas virgilianas.
El sol padre del indio y de la tierra
en sus quenas de luz canta embriagado
desde el santuario de oro del espacio.