(A Luis Carnero Checa)

Ahora estoy frente al mar, al dilatado mar
que celebra esponsales con el cielo,
un cielo de misterio donde el sol destronado
se desplomó irrigando bermellones
en la fauna de halcones que le asesinaron.

¡Qué hermosa la floresta de las nubes!

Las olas en furiosas voluptuosidades
se ayuntan, se levantan con delirio
como vientres de vidrio coronados de espumas;
caen, sugieren instantáneas agradables
de mujeres azules,
de mujeres labradas en líquidas canteras de esmeralda,
y las olas se abrazan, gimen de espasmo, crujen
arrastrando la estepa de sus crenchas de líquenes
y de súbito de sus senos se escapan gaviotas.
Espasmosa agonía, deceso de las olas.
¡Pleamar! pero otra vez comienza el dulce pugilato.

¡Oh, inmensidad del mar, con la tristeza
de Dios que se dibuja en su húmedo semblante
vastísimo, que encierra
jardines de medusas e hipocampos.
De allí, de los vergeles de coral,
del huerto submarino y la fauna de peces
viene un fuerte perfume, saludable, marescente.
¡Oh, mariscos que estáis aromando
de ungüentos primitivos el ambiente!

Ahora estoy frente al mar gozando sus paisajes,
gozándole su desnudez; mis ojos gozan ebrios
de vino consumidos por la opaca luz que flota.
Mi alma se identifica
con este mar maduro en soledades,
de azules moradores, de comarcas de nébulas
y de grutas de ensueño y flora virgen donde
retozan no sé qué doncellas de cabellos
arbóreos e infinitos y ojos densos
en las hondas praderas floridas de anmonitas
y ebúrneos caracoles;
donde la música debe sonar extraña
cuando tañen los dedos de la muerte en el mar.

Frente a este mar estoy.
Mi corazón se ha convertido en pez de oro
dentro del agua dulce de mis venas
y ya no quiere saltar
al mar…

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