(A Mario Florián)

Madre india: músculo de tierra,
te pareces al barro, a la quemada
piedra que elévase de rango a ser
cierta cosa vital; piedra que sufre
y se abarca de nudos y suturas;
piedra que exuda polvo, sangre, musgos,
que se afana en supremas contorsiones
de hacerse verbo, carne, pan y fuego.

¡Cuánto será lo que las piedras sufren
siglos y siglos para hacerse humanas!
Aquí en los territorios de los Andes
puede decirse que tu vida se abre
desde las piedras; y es tragedia obscura
tu vida pedernal ¿o es que tu cuerpo
a fuerza de rodar se torna en piedra?

Hasta tu misma frente me parece
una roca quemada que destila
la obscura fuente de tu cabellera;
hasta tus ojos me parecen
dos cavernas de espanto, ruinas lúgubres
que acumulan crepúsculos de polvo,
tristezas imperiales, soledades
de pampa donde escarban los relámpagos
y galopa la lluvia con pezuñas
de lirio y de perfume.

¡madre tiawnakota, madre quechua!

Si es de roca tu frente y son tus ojos
dos acueductos de aguas herrumbrosas,
dos montañas de trigo son tus pómulos
en que es tu boca un cerco de amapolas
o un cráter ampuloso y tasajeado
en que se queman verdes azucenas
y donde corre el viento de la coca.

¡Madre andina, madre india!

Siempre te vi aflorar en valle o loma
como un tallo de tierra, y eran siempre
como raíces tus pies desnudos, eran
como dos torpes pájaros de arcilla
que en las alas llevasen fuego o sangre
o nubes haraposas; yo te he visto
toda una tierra bárbara y boscosa
asediada de ríos, de barrancos
y de hogueras crepusculares como
huertos de sangre derramándose
de tus senos ubérrimos en dalias,
tus caderas fecundas de manzanas
y de tu vientre fértil en canela.

¡Qué caminos anfibios no te han visto
decapitar montañas noche a noche
conduciendo tus llamas hacia el cielo!

Y bien sabes que el hijo en las espaldas
te pesaba como una flor de nube
y la quena te amaba suspirando
su tristeza de nieve: la bandurria
te gritaba que te quedaras, y te ibas
derramando tus ojos gota a gota
mientras borracho el wayno te quemaba
los muslos y los senos ¡pobre madre!
y dabas hijos sin querer y amabas
llorando, defendiéndote entre pencas
o entre cebada o quinua. Sólo saben
las piedras tu dolor, mas ellas no hablan,
son tus hermanas, guardan tus secretos.

Mujer de piedra; sufrimiento mudo,
motivo de alaridos para el viento,
perenne circunstancia de la muerte
que te ocasiona lágrimas y heridas:
madre de antigüedad de monolitos;
tú que eres el origen de la pena
que enlutece la sierra y las comarcas
de las aves nocturnas y los ojos
de inagotables niños campesinos:
tú que eres causa de que la noche sea
hija nacida de tus propias lágrimas,
¿a qué rincón de tierra estarás yendo
a convertirte en piedra para siempre?

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