Bailamos esa noche en casa de la abuela.
¡Cómo tu cuerpo de ágil corderilla
enloquecía de adorables ritmos!
¡Cómo tu gracia pastoril manaba
ondulaciones de ala, junco en viento, llama!
Desenvolvías toda, movimientos
de inusitado puma o de jaguar:
cadencias que insinuaban tus secretos.
¡Qué delirio de vida palpitaba en tu silueta!
¡Qué licor recorría en los caminos
de tus curvas que se embriagaba el aire
que te libaba como un ciervo que se sacia
en argentíferos manantes sobre el pasto!
¿Era una voz tu carne, qué subime voz se hacía?
¿Era tu sangre un vértigo de olas?
¿Eras volcán, eras tormenta de inhollados goces
así de alegre y de radiante, como nunca?
Enamoradas, locas como el fuego
trepidaban las cuerdas, se clavaban
las notas como dientes invisibles
en las redondas pulpas de tus senos.
La voz delgada y dulce de las quenas
incendiaba los ojos, y quemaba.
¡Cómo era tan desgarradora entonces
la voz de corderilla de las cañas!
¡Ah, toda aquella voz ebria de pena
como una flecha se clavaba al pecho,
llanto nos exprimía en las pupilas,
llorábamos, nos sacudía como
buscándonos a tientas como a ciegos,
quemándonos el ama en la mirada
¡y si hasta el mismo corazón quería
bailar dentro del fuego de los ojos!
¡Valiente como el fuego, oh, danzarina!
Mirando el cielo con los ojos excitados
y más de cerca se asomaban las estrellas
y los cholos más aguerridos,
querían para aretes y collares
de un salto recoger todos los astros.
Y cada wayno parecía
hablarnos con sus labios de candela,
de nuestras lágrimas sembradas en el viento,
de nuestros latifundios de tristeza…
Como un sabor podrido de una cerca
de sueños y esperanzas, se inhalaba
del corazón de cada wayno peregrino.
Desde la raíz amarga de la sangre
como un volcán de hiel, así floría
la tristeza vernácula del wayno.
¿Será un volcán de penas que no se extingue
tanto dolor y tanto llanto, tanto?