Fue salpicado mi corazón por todo el lodo del mundo.
¿Era, en verdad, Dios aquel hombre con quien tropecé?
La noche, de tanto ser honda y oscura, enloquece de llagas.
Es mía, si tenéis a la mesa, la soledad, mía solamente.
Llevo, como se lleva una alhaja en el bolsillo,
una tarde de besos –malva y oro- en un rincón de mi alma.
Me detengo al borde de las urbes, miro el cielo y tengo pena.
los hombres no entienden el idioma que yo hablo con el viento.
Ya la tarde se desnuda. ¡Olor de rosas y misterio»
Yo, mientras Cristo azotaba a los mercaderes en el templo,
en un rincón, junto a un ciego, escribía versículos.
También a mí me dio de beber la samaritana:
fui la vid de su boca bermeja. ¡Enloquecí desde entonces!
¡Oh, sombras puras de los árboles soñados por Corot!
¿Quién me explica el extraño amor que yo tengo
por las aguas quietas, hondas, verdes, enigmáticas?
Dentro, ¡qué cerca! ¿verdad? se estremecen las estrellas.
la noche se despoja de su manto de jazmines.
El alba, casta y oliente a nardos, salta de su tálamo.
¡Vuestros ojos escuchan! ¡Vuestros oídos ven!
El silencio es un árbol de bulla que plantan los niños.
Los ríos viajan al revés de los recuerdos. ¿A dónde?
Los recuerdos viajan al revés de los ríos. ¿A dónde?
La inmortalidad es una pizarra en que escriben los genios.
Tengamos fe. Creeis que os ven y nadie, sin embargo, os mira.
También el barro y el bronce son palabras calladas.
También el hierro y el mármol son palabras talladas.
Alguien, como yo, enfermo de tristeza, loco de poesía,
lanza una dura imprecación al dios del barro de los hombres.